Es curioso, pero en el pueblo
donde nació mi madre, una aldea que jamás ha pasado de unos pocos cientos de
habitantes, perdida en la sierra de Javalambre, había antiguas tradiciones y
leyendas que me contaba mi abuela cuando yo era niña. La buena mujer nació en
las postrimerías del siglo XIX, y poco sabía ella de costumbres allende los
mares, pues en esa época ni siquiera la luz eléctrica había llegado a su hogar.
Yo pasaba con ella los veranos, y
a la luz de la chimenea me contaba historias y cuentos. Le encantaban todas
aquellas que tuvieran presencia de brujas, trasgos, muertos y aparecidos. Su
voz grave y cavernosa, su cuerpo pequeño, siempre cubierto de negro, y los
gatos que se arracimaban junto a sus pies hicieron que lo que a otros niños les
daba miedo a mí me diese sensación de hogar y seguridad.
Ella me contaba siempre que la
noche de las ánimas, la que iba antes del Día de Todos los Santos, los
espíritus de los muertos salían del purgatorio y visitaban a sus familiares.
Esa noche no se debía salir de casa, pues se corría el riesgo de que los
muertos se te quisieran llevar. Si tenías que hacerlo te debías vestir con
mortajas, cubrir tus cabellos de ceniza y simular que eras uno de ellos. La tarde
anterior se debían preparar dulces, que se dejaban junto a la puerta o en el
alfeizar de la ventana, por si venían de visita los fieles difuntos y así poder
agasajarles. Si alguien, en esa noche, acudía a casa de algún vecino, siempre
era recibido con pastas caseras, por si era un espíritu que hubiese tomado la
forma de un vivo. Habitaban con nosotros el día de Todos los Santos, y el
tercer día, el de Difuntos, íbamos a despedirlos, hasta el año próximo, al
cementerio. Allí había que dejarles una ofrenda de flores, pues es lo que más
añoraban allí donde estaban: los colores alegres, en ese mundo triste y gris.
Por eso, cuando la gente abomina
de la fiesta de Halloween, creo que lo que sucede, es que se han olvidado
muchas de las tradiciones propias, pensando que son extranjeras y ajenas a
nosotros aquellas que regresan remozadas por el largo viaje realizado. ¿Qué son
las chuches de hoy día sino los huesos de santo de antes, cuando solo había mazapán
para endulzarnos? Y lo de las calabazas… toda la vida se han comido en Valencia
el «arrop y tallaetes», postre empalagoso hecho de calabaza cocida en mosto de
uva dulce alcalinizado con cal. No en
vano el otoño es época de calabazas, y su origen es puramente
mediterráneo.
Por otra parte, siempre se han
encendido velas en honor a los difuntos, y se han dejado encendidas junto a las
ventanas para para guiarlos hacia su hogar. Que en algún sitio se les ocurriera
usar la piel de la calabaza para hacer farolillos que las protegieran de las
corrientes de aire no es nada extraño.
Respecto a los disfraces… poca
diferencia hay entre vestirse de fantasma o de zombi y cubrirse con mortajas
para simular que eres un ánima del purgatorio.
Nuestra vida, nuestra cultura, evoluciona
y aquí somos de un carácter tan especial que nos encanta adoptar todo aquello
que nos suena a fiesta, sea del tipo que sea. Hoy en día todas las fiestas
están perdiendo su sacralidad, sea esta cual sea, y van adquiriendo cada vez
más un carácter lúdico, más acorde con los tiempos que vivimos. Hoy las
supersticiones antiguas y la religión van dejando paso a otras costumbres, ni mejores ni peores,
solo cambiadas, pues como decía Heráclito, todo fluye, nada permanece.
Me ha encantado lo que cuentas. Me hubiera gustado estar allí con tu abuela y que nos contase esas historias a unos cuantos, mientras unos temblasen de miedo y otros se sintieran arropados por el hogar de la chimenea.
ResponderEliminarMuy interesante esta historia que te contaba ti abuela. La mía también era una gran cuentacuentos.
ResponderEliminarMe parece precioso que tu abuela te transmitiera la sabiduría celta. Yo la busqué por mi cuenta, porque adoro las historias de aparecidos, sobre todo en la víspera de todos los santos
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