viernes, 27 de septiembre de 2013

MVNERA HISLIBRARIA

Tras un parón debido a un cambio de vida que me ha obligado a reestructurarme mentalmente, retomo el blog con más fuerza y con más ganas que nunca.  

Para ello nada mejor que colgaros aquí mi primer relato, la primera narración que escribo. La desarrollé para un concurso que organizaron en Hislibris. Se proponían unas líneas y a partir de ellas se tenían que escribir un máximo de quinientas palabras. Desde ese día creo de verdad en las musas, porque varios días después de que se colgara el concurso, por primera vez en mi vida, oí una vocecita que decía: «¿Y si hubiese pasado así…?»  y vi ante mí algo digno de contarse. Mucho más complicado fue contarlo, claro, y no sé ni cómo fueron hilvanándose las palabras, unas detrás de otras. Por supuesto, se lo di a leer a algún que otro amigo antes de enviarlo al foro, gente de total confianza y versada en letras. Cuando uno escribe, soy la principal convencida, se pierde toda perspectiva y se necesita un ojo o dos exterior. (Gracias por la ayuda, chicos.) Y más siendo la primera vez en mi vida que me planteaba contar algo de ficción.
La conclusión es que mi relato gustó a los jueces y hubo un triple empate, por lo que LG Morgan tuvo que trabajar triple para otorgar el premio: un relato protagonizado por un personaje que representara al ganador. En este enlace a su blog podéis ver el magnífico premio recibido, un relato que me encanta. Creo que todos adivinaréis en seguida cual es mi personaje.

El tema del concurso era «Dido y la fundación de Cartago». Me puse a ello… y esto es lo que salió (en cursiva está el texto que nos daban y a partir del cual debíamos desarrollar nuestro relato):

—No te apenes, hermana mía, construiremos en esta tierra lo que nos fue preciso abandonar. Levantaremos un nuevo mundo en honor de los pasados días, aquellos que nos arrebató su codicia. Y lo llenaremos de la gloria y el honor que él despreció, de los afectos perdidos y de nuevas esperanzas.
»Y ahora sigue, no te detengas, corta pequeños pedazos de esta piel de buey, porque ella decidirá cuánta tierra haremos nuestra.


Sentía caer las lágrimas mientras asía con firmeza el cuchillo ceremonial, pequeño, de hoja ancha y muy afilado. Era perfecto para desollar un cuerpo cuya sangre no había empapado la nueva tierra que estaban obligados a habitar. Al menos su piel cimentaría unos muros fuertes y sólidos que cobijarían a la pequeña hueste que le había acompañado en su huida. Cayó de rodillas sobre la arena del desierto y sintió como le abrasaba la piel. Apretó los dientes en un esfuerzo por reprimir la náusea. El cadáver comenzaba a descomponerse.
Cortó fibras, se ayudó del puño cerrado para despegar el músculo, blando y flácido, y se afanó en separar, cuidando de no romperla, la piel frágil, quebradiza.
El sol se alzaba. La brisa suave del mar acariciaba sus cabellos, los despegaba de su frente sudorosa y agitaba la piel desollada que pendía ahora de la nuca. Había conseguido desprenderla en una sola silueta, una lámina fina que bailaba al ritmo del viento, la esperanza y el hedor a podredumbre.
Dudó. Su dolor era grande, pero de su entereza dependía la suerte de su gente. Se secó los ojos arrasados en lágrimas y con un gesto indicó a sus hombres que separaran la cabeza del cuerpo. Este ya no era más que un despojo.
Extendió la piel sobre una tabla ancha del barco y fue contorneando la silueta con el cuchillo para separar un largo fragmento de apenas una uña de grosor. Ana tomó el extremo y comenzó a andar por el pie de la loma hacia la otra punta de la playa.
Poco a poco, ante los atónitos ojos del rey Jarbas, una fina cuerda de piel se extendió desde el ara de la diosa, trazando un amplio semicírculo de más de mil pasos, hasta donde habían erigido, nada más llegar, el pequeño altar en honor de Melkart, llamado en su tierra Baal, el dios becerro.
Tal como Dido temía, no llegaría a cercar la tierra precisa si no usaba también la piel de la cabeza. La tomó entre sus manos con un sollozo, la dejó reposar sobre el cuello cercenado y la despojó de los cuernos bañados en oro que daban forma a su tocado sacerdotal. Un gesto airado sirvió para arrojarlos sobre la arena. Pequeñas gotas de sangre surgieron en sus labios, allí donde clavaba los dientes con furia. Sus dedos se volvieron blancos cuando asió de nuevo el cuchillo, pero su mano no tembló cuando, acariciando más que cortando, empezó a desprender de sus huesos la amada cara de su esposo Siqueo.


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