Tras un
parón debido a un cambio de vida que me ha obligado a reestructurarme
mentalmente, retomo el blog con más fuerza y con más ganas que nunca.
Para ello nada mejor que colgaros aquí mi
primer relato, la primera narración que escribo. La desarrollé para un concurso que organizaron en Hislibris. Se proponían unas líneas y a partir de
ellas se tenían que escribir un máximo de quinientas palabras. Desde ese día
creo de verdad en las musas, porque varios días después de que se colgara el
concurso, por primera vez en mi vida, oí una vocecita que decía: «¿Y si hubiese
pasado así…?» y vi ante mí algo digno de
contarse. Mucho más complicado fue contarlo, claro, y no sé ni cómo fueron
hilvanándose las palabras, unas detrás de otras. Por supuesto, se lo di a leer
a algún que otro amigo antes de enviarlo al foro, gente de total confianza y
versada en letras. Cuando uno escribe, soy la principal convencida, se pierde
toda perspectiva y se necesita un ojo o dos exterior. (Gracias por la ayuda,
chicos.) Y más siendo la primera vez en mi vida que me planteaba contar algo de
ficción.
La conclusión es que mi relato gustó a los
jueces y hubo un triple empate, por lo que LG Morgan tuvo que trabajar triple
para otorgar el premio: un relato protagonizado por un personaje que
representara al ganador. En este enlace a su blog podéis ver el magnífico
premio recibido, un relato que me encanta. Creo que todos adivinaréis en
seguida cual es mi personaje.
El tema del concurso era «Dido y la fundación
de Cartago». Me puse a ello… y esto es lo que salió (en cursiva está el texto
que nos daban y a partir del cual debíamos desarrollar nuestro relato):
—No te apenes, hermana
mía, construiremos en esta tierra lo que nos fue preciso abandonar.
Levantaremos un nuevo mundo en honor de los pasados días, aquellos que nos
arrebató su codicia. Y lo llenaremos de la gloria y el honor que él despreció,
de los afectos perdidos y de nuevas esperanzas.
»Y ahora sigue, no te
detengas, corta pequeños pedazos de esta piel de buey, porque ella decidirá
cuánta tierra haremos nuestra.
Sentía caer las lágrimas mientras asía con firmeza el
cuchillo ceremonial, pequeño, de hoja ancha y muy afilado. Era perfecto para
desollar un cuerpo cuya sangre no había empapado la nueva tierra que estaban
obligados a habitar. Al menos su piel cimentaría unos muros fuertes y sólidos
que cobijarían a la pequeña hueste que le había acompañado en su huida. Cayó de
rodillas sobre la arena del desierto y sintió como le abrasaba la piel. Apretó
los dientes en un esfuerzo por reprimir la náusea. El cadáver comenzaba a
descomponerse.
Cortó fibras, se ayudó del puño
cerrado para despegar el músculo, blando y flácido, y se afanó en separar, cuidando
de no romperla, la piel frágil, quebradiza.
El sol se alzaba. La brisa suave
del mar acariciaba sus cabellos, los despegaba de su frente sudorosa y agitaba
la piel desollada que pendía ahora de la nuca. Había conseguido desprenderla en
una sola silueta, una lámina fina que bailaba al ritmo del viento, la esperanza
y el hedor a podredumbre.
Dudó. Su dolor era grande, pero
de su entereza dependía la suerte de su gente. Se secó los ojos arrasados en
lágrimas y con un gesto indicó a sus hombres que separaran la cabeza del
cuerpo. Este ya no era más que un despojo.
Extendió la piel sobre una tabla
ancha del barco y fue contorneando la silueta con el cuchillo para separar un
largo fragmento de apenas una uña de grosor. Ana tomó el extremo y comenzó a
andar por el pie de la loma hacia la otra punta de la playa.
Poco a poco, ante los atónitos
ojos del rey Jarbas, una fina cuerda de piel se extendió desde el ara de la
diosa, trazando un amplio semicírculo de más de mil pasos, hasta donde habían
erigido, nada más llegar, el pequeño altar en honor de Melkart, llamado en su
tierra Baal, el dios becerro.
Tal como Dido temía, no llegaría
a cercar la tierra precisa si no usaba también la piel de la cabeza. La tomó
entre sus manos con un sollozo, la dejó reposar sobre el cuello cercenado y la
despojó de los cuernos bañados en oro que daban forma a su tocado sacerdotal.
Un gesto airado sirvió para arrojarlos sobre la arena. Pequeñas gotas de sangre
surgieron en sus labios, allí donde clavaba los dientes con furia. Sus dedos se
volvieron blancos cuando asió de nuevo el cuchillo, pero su mano no tembló
cuando, acariciando más que cortando, empezó a desprender de sus huesos la
amada cara de su esposo Siqueo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario