miércoles, 30 de octubre de 2013

LA NOCHE DE LAS ÁNIMAS

Es curioso, pero en el pueblo donde nació mi madre, una aldea que jamás ha pasado de unos pocos cientos de habitantes, perdida en la sierra de Javalambre, había antiguas tradiciones y leyendas que me contaba mi abuela cuando yo era niña. La buena mujer nació en las postrimerías del siglo XIX, y poco sabía ella de costumbres allende los mares, pues en esa época ni siquiera la luz eléctrica había llegado a su hogar.

Yo pasaba con ella los veranos, y a la luz de la chimenea me contaba historias y cuentos. Le encantaban todas aquellas que tuvieran presencia de brujas, trasgos, muertos y aparecidos. Su voz grave y cavernosa, su cuerpo pequeño, siempre cubierto de negro, y los gatos que se arracimaban junto a sus pies hicieron que lo que a otros niños les daba miedo a mí me diese sensación de hogar y seguridad.

Ella me contaba siempre que la noche de las ánimas, la que iba antes del Día de Todos los Santos, los espíritus de los muertos salían del purgatorio y visitaban a sus familiares. Esa noche no se debía salir de casa, pues se corría el riesgo de que los muertos se te quisieran llevar. Si tenías que hacerlo te debías vestir con mortajas, cubrir tus cabellos de ceniza y simular que eras uno de ellos. La tarde anterior se debían preparar dulces, que se dejaban junto a la puerta o en el alfeizar de la ventana, por si venían de visita los fieles difuntos y así poder agasajarles. Si alguien, en esa noche, acudía a casa de algún vecino, siempre era recibido con pastas caseras, por si era un espíritu que hubiese tomado la forma de un vivo. Habitaban con nosotros el día de Todos los Santos, y el tercer día, el de Difuntos, íbamos a despedirlos, hasta el año próximo, al cementerio. Allí había que dejarles una ofrenda de flores, pues es lo que más añoraban allí donde estaban: los colores alegres, en ese mundo triste y gris.

Por eso, cuando la gente abomina de la fiesta de Halloween, creo que lo que sucede, es que se han olvidado muchas de las tradiciones propias, pensando que son extranjeras y ajenas a nosotros aquellas que regresan remozadas por el largo viaje realizado. ¿Qué son las chuches de hoy día sino los huesos de santo de antes, cuando solo había mazapán para endulzarnos? Y lo de las calabazas… toda la vida se han comido en Valencia el «arrop y tallaetes», postre empalagoso hecho de calabaza cocida en mosto de uva dulce alcalinizado con cal. No en  vano el otoño es época de calabazas, y su origen es puramente mediterráneo.

Por otra parte, siempre se han encendido velas en honor a los difuntos, y se han dejado encendidas junto a las ventanas para para guiarlos hacia su hogar. Que en algún sitio se les ocurriera usar la piel de la calabaza para hacer farolillos que las protegieran de las corrientes de aire no es nada extraño.

Respecto a los disfraces… poca diferencia hay entre vestirse de fantasma o de zombi y cubrirse con mortajas para simular que eres un ánima del purgatorio.



Nuestra vida, nuestra cultura, evoluciona y aquí somos de un carácter tan especial que nos encanta adoptar todo aquello que nos suena a fiesta, sea del tipo que sea. Hoy en día todas las fiestas están perdiendo su sacralidad, sea esta cual sea, y van adquiriendo cada vez más un carácter lúdico, más acorde con los tiempos que vivimos. Hoy las supersticiones antiguas y la religión van dejando paso  a otras costumbres, ni mejores ni peores, solo cambiadas, pues como decía Heráclito, todo fluye, nada permanece.